Son las diez de la mañana de un viernes y el sol de julio entra por la ventana, pero en casa hay una nube gris. Breo, mi golden retriever de ocho años, no es él mismo. Lleva dos días apático, sin tocar la comida, y su mirada ha perdido esa chispa que lo caracteriza. La visita a nuestra veterinaria de toda la vida, en nuestro barrio de Teis, ha sido rápida pero preocupante. La analítica de sangre no muestra nada claro y su veredicto es firme: «No me gusta lo que palpo. No quiero especular. Necesitamos ver qué pasa ahí dentro, y para eso, quiero que lo vea un experto en ecografía veterinaria Vigo.
Esa palabra, «experto», lo cambió todo. No se trataba simplemente de hacer una ecografía, un servicio que muchas clínicas ofrecen. Mi veterinaria me explicó que, igual que en la medicina humana, una cosa es tener el equipo y otra muy distinta es tener el ojo entrenado de un especialista que dedica su carrera a interpretar sombras y ecos, a distinguir un quiste benigno de algo mucho más serio en el hígado o el bazo de un animal. Me dio el contacto de un servicio de referencia en Vigo, un ecografista que trabaja con varios hospitales y clínicas de la ciudad.
La llamada fue tensa, pero conseguí una cita para esa misma mañana en una clínica más grande cerca de la Avenida de Madrid, gracias a una cancelación. El trayecto en coche, con Breo tumbado y mustio en el asiento trasero, se me hizo eterno. La ansiedad era palpable. No buscaba un procedimiento rutinario, buscaba respuestas, y sentía que la persona que iba a realizar la prueba tenía en sus manos la clave de todo.
La sala de ecografía era un espacio en penumbra, dominado por la pantalla del ecógrafo. La especialista, una mujer de trato tranquilo y profesional, manejó a Breo con una suavidad que él agradeció. Le rasuró con cuidado un trocito de la barriga, aplicó el gel frío y empezó a deslizar el transductor. Para mí, la pantalla solo mostraba un remolino de grises y negros sin sentido, pero ella navegaba por los órganos de mi perro con una concentración absoluta, midiendo, capturando imágenes, guardando vídeos. El silencio solo se rompía por el sonido de sus clics y alguna palabra técnica que le decía a su asistente.
Tras lo que pareció una eternidad, terminó. Se giró hacia mí y, por primera vez en días, sentí que pisaba tierra firme. Con las imágenes en la pantalla, empezó a explicarme lo que había visto, señalando una glándula adrenal con un tamaño y una forma anómalos. No eran buenas noticias, pero por fin tenían nombre. Teníamos un diagnóstico preciso. Esa experta no solo había «hecho una ecografía», había iluminado la oscuridad. Su conocimiento nos dio un mapa claro para saber contra qué luchábamos y cuál era el siguiente paso. En Vigo, esa mañana, no encontré solo un servicio, encontré la claridad que tanto necesitábamos.