Cuando la gente piensa en Ferrol, piensa en hierro. Piensa en el astillero, en las grúas grises recortadas contra el cielo, en el olor a salitre y a metal de los barcos en construcción. Es una ciudad forjada en el acero de Navantia. Pero mi Ferrol, el que yo vivo cada día, huele diferente. Mi Ferrol huele a pino, a roble, a castaño y al polvo fino del serrín que se te mete hasta en el alma.
Trabajo en una fábrica de puertas de madera.
Mi jornada empieza temprano, con la humedad típica de la ría pegada a los cristales. Al entrar en la nave, el ruido es lo primero que te golpea. Es ensordecedor, pero rítmico: el silbido agudo de las sierras de corte, el golpe seco de las prensas y el zumbido constante de las lijadoras industriales. Pero por encima del ruido, está el olor. Es un olor denso, una mezcla de madera recién cortada —un aroma verde y vivo— y el toque químico de los barnices y las colas.
No somos ebanistas románticos. Esto es una línea de producción. Sin embargo, fabricar puertas de madera en Ferrol sigue teniendo mucho de artesanal. Yo no me limito a apretar un botón. Mi trabajo está en la sección de ensamblaje. Recibo las piezas —largueros, travesaños, paneles— y mi responsabilidad es que encajen a la perfección.
La madera no es como el metal; está viva. Tienes que conocerla. Tienes que fijarte en la veta, sentir su textura. Aquí, con la humedad de Ferrol, la madera se expande y se contrae. Tienes que saber darle la tolerancia justa para que esa puerta cierre suavemente en agosto, cuando el calor aprieta, y no se atasque en enero, cuando la lluvia no da tregua. Es un trabajo físico, de cargar peso, de tener las manos ásperas y llenas de pequeñas astillas que ya ni noto.
Es un trabajo duro, no voy a negarlo. Llegas a casa cubierto de polvo y con los brazos cansados. Pero hay un orgullo profundo en lo que hago. Veo cómo un palé de tablones brutos se transforma, paso a paso, en algo que da la bienvenida a un hogar.
En una ciudad como esta, tan acostumbrada a la grandeza de los buques, mi trabajo puede parecer pequeño. Pero cada puerta que sale de esa nave es una promesa de refugio. Es lo primero que tocas al llegar a casa y lo último que cierras al irte. Y me gusta pensar que, en medio de tanto acero, yo me dedico a poner la parte cálida, la parte noble y viva, en las casas de la gente.